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Pasamos la frontera de Rusia a Mongolia, escuchamos todas las opciones para visitar el desierto, elegimos atravesar el Sur del país en moto, nos equipamos, alquilamos las motos y la experiencia comenzó. Esta es la crónica de los primeros días de travesía.
Ya no quedan pasos previos. Ya superamos algunas etapas que nos tenían nerviosos pero que también servían de escudo, de excusa, de bocaditos antes de pasar al plato principal; llegamos, nos informamos, nos aseguramos de estar listos para salir, nos equipamos, trazamos líneas en mapas físicos y virtuales, llenamos bidones con agua, nos abastecimos con alimentos y hay abrigo suficiente.
Estamos en la puerta de lo de Cheke, la señora que nos alquiló las motos. Los bolsos están atados y ajustados con pulpos, no se van a caer. Las motos están prendidas, estamos jugados: hay que poner primera, segunda y echarse a andar.
Tenemos miedo, nos dijeron tantas cosas sobre Mongolia que no podemos decir que parezca fácil ni que llegamos confiados en que la expedición va a ser sencilla. Hay que alejarse de los pueblos porque roban, hay que comunicarse con los nómades sin idioma en común, hay que atar las motos, tenerlas vistas y no tener accidentes.
Lo último sería más obvio si las rutas fueran de asfalto pero no lo son en todo el camino que pensamos recorrer. De los 1.800 kilómetros que estimamos andar, 800 serán de pedregullo, arena, pasto y barro, por lo que la estabilidad en esas superficies se pone complicada.
Pero bueno, nos mandamos. Salimos del camino de tierra donde retiramos las motos, entramos al asfalto por una rotonda y el cuenta kilómetros empieza a girar. Cada vez que pasamos una bifurcación, estacionamos al costado para revisar si seguimos en el camino deseado.
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Vamos 15 kilómetros, paramos a revisar el GPS y estamos bien pero a la hora de volver a prender las motos, la de Germán no prende. No podemos decir que estemos nerviosos, es de día, recién arrancamos y estamos a nada de Ulán Bator, la capital de Mongolia, la ciudad más preparada y la que alberga el lugar de alquiler que contratamos para este viaje.
De todos modos, nos embola un poco. A nada de haber salido ya tenemos un problema. Le pedimos ayuda a un señor que parece el jefe de una construcción y se acerca, mira, indica unas cosas y nos presta el celular para llamar a la rentadora.
Ahí, nos dicen que hay que sacar una tapa, revisar la batería y a partir de eso, se verá. Pero el tornillo que une las partes está redondeado y no hay llave que lo saque. Nos preguntan si prende a patada, nos preguntan si la moto es la de tanque negro y como la respuesta es afirmativa, nos dicen que solo se rompió el “starter”, que sigamos y la prendamos con el pie hasta que lleguemos a un pueblo en el que la empresa tiene cobertura.
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Seguimos andando, nos equivocamos en un desvío pero lo notamos a unos metros y corregimos. Avanzamos 65 kilómetros y ya son las cinco y media de la tarde. No sabemos cuánto nos llevará encontrar un “ger”, explicarles lo que queremos y que acepten, así que nos mandamos a buscar desde ese momento.
El objetivo diario de 150 kilómetros arranca como una utopía y no lo cumplimos desde el comienzo. Pero no importa, arrancamos como a las dos de la tarde y el desperfecto del arranque nos sacó un rato interesante, así que no parece tan imposible como lo que los números dicen.
Nos acercamos a una carpa y nos atiende un señor con la cara arrugadísima del sol, el frío y el viento. Empieza la obra de teatro: juntamos las manos como almohada bajo la cabeza inclinada y luego de ese gesto bajamos las palmas en diagonal, imitando la forma de una carpa, para que el hombre sepa que tenemos nuestra propia vivienda.
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No entiende mucho pero nos hace el gesto de que entremos a su casa. Pasamos y hace calor. Nos sirven un líquido blanco en unas tazas/platos hondos enormes. Es leche de yegua fermentada, la bebida más tomada por los nómades mongoles, que tiene un sabor rechazado por los extranjeros, casi en su totalidad. Lo leímos en todos lados y estamos por confirmarlo: la leche de yegua es horrible.
El clima se distiende, le regalamos una caja de cigarros al señor y empiezan a entrar más familiares: la señora, sus hijos y nietas. Al ratito nomás, somos nueve personas en la carpa, comiendo galletas, tomando té y la leche agria que a ellos les fascina.
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Entonces, entendemos que aunque no hayamos aclarado lo de la carpa ni estemos 100% seguros de que el hombre entendió nuestro propósito, no hay posibilidades de que nos saquen de ahí, somos recontra bienvenidos. Entonces, nos relajamos.
Sacamos un librito con traducciones del inglés al mongol para decir nuestros nombres, edades, la razón por la que estamos ahí y un par de palabras más. El señor habla un poco de ruso porque cuidó la frontera con este país, según entendimos de sus mímicas e indicaciones al mapa. Nos pide nuestro traductor y lo examina, curioso.
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Salimos a armar la carpa, comentamos lo contentos que estamos de que haya funcionado y nos apuramos para que no oscurezca antes de cenar, porque la idea de cocinar en el hornito de camping que compramos es más tentadora si se concreta con luz solar.
Pero antes de terminar de ordenar las cosas y envolverlas con los impermeables, viene uno de los dueños de casa y nos hace señas de que volvamos al “ger”. Está la cena, unos fideos con carne de cabra y leche caliente que calientan y no están feos.
La cosa va mejorando, empezamos con miedos, se rompió una moto, avanzamos menos de lo planeado pero llegamos al desafío que más nervios nos daba y salió mejor imposible: nos recibieron, nos aceptaron, nos trataron genial y estamos listos para dormir.
Mañana será otro día.
Nos vemos A la Vuelta!